Cine y (m)paternidad: Verano 1993

En casa nos gusta ver películas en familia que vayan más allá del último estreno de Pixar o del último taquillazo de los Minions, lo que no quiere decir que no veamos las grandes películas de animación que nos regalan los estudios, que también. El sábado noche, por ejemplo, empezamos a ver ‘Verano 1993’, la joya española, ópera prima de Carla Simón, candidata a entrar en la carrera por los Oscar. Y digo “empezamos a ver” porque últimamente vemos las películas como si fuesen series, por capítulos, ante nuestra imposibilidad de mantener los párpados abiertos tras una semana de madrugones. 

El sábado por la noche recuerdo haberme dormido tras una escena de ‘Verano 1993’ en la que la pequeña Paula Robles está a punto de ahogarse en el cauce de un río. Al despertar ya estaban los créditos finales sobre la pantalla, la mamá jefa y Leo se habían quedado tan fritos como yo, y Mara era la única que permanecía con los ojos abiertos. El domingo por la mañana le pregunté: ¿Te gustó la peli? ¿Cómo acaba, que papá se quedó dormido? Y me contó algunas de las escenas que me había perdido, antes de decirme que “la niña mayor acaba llorando”.

verano-1993-cartel 02La niña mayor es Laia Artigas (Frida en el film) y en su mirada y su capacidad expresiva encierra toda la historia personal que da forma a la película, todo el dolor, el desconcierto y el caos emocional al que puede verse empujada una niña de solo 6 años que acaba de perder a su madre (víctima del sida), como ya perdió a su padre por la misma razón, y que ahora se ve empujada a cambiar su ciudad por el campo, para vivir con sus tíos y su prima, que de repente pasan a convertirse en sus nuevos padres y su nueva hermana. Imposible no ponerse en la piel de esa niña magnética, aparentemente insensible a todo lo que le ha pasado, que sin embargo empieza a denotar su afectación en gestos de celos y rebeldía, hasta hundirse cuando uno menos se lo espera, en mitad de las risas y el juego, tras un verano de aprendizaje, de duelo interior, de entender y aceptar qué es la muerte a una edad en la que los niños derrochan vida.

Frida, como bien me dijo Mara, acaba llorando, inconsolable. Y uno asume ese lloro como verdadero, porque las dos niñas protagonistas están tan creíbles que en vez de en un rodaje parece que están viviendo su vida, que Frida es la Carla Simón del verano de 1993, cuando la vida le llevó a pasar un trago como el que narra en la película. Ya lo decía la actriz Bruna Cusí, espléndida también en el papel de tía-nueva madre, en unas declaraciones a El País: “Cuando Paula, la pequeña, dice, por ejemplo, ‘Yo te quiero mucho’. Los actores adultos damos cien vueltas a una frase como esa, la estudiamos, la preparamos, y siempre queda algo artificiosa. Los niños te desarman con su sencillez. No subrayan, no adjetivan. Y te enseñan que en la vida no se ‘coloca’ la emoción”.

Quizás por eso, porque ‘Verano 1993’ está basada en una experiencia personal de su directora, la película derrocha tanta sensibilidad al contar la historia, tanta delicadeza al introducir la causa de la muerte de la madre (y el miedo social a esa enfermedad por entonces aún novedosa, desconocida); y tanto rigor y contención al tratar la realidad de Frida, huyendo en todo momento del sentimentalismo y la búsqueda de la lágrima fácil; y quizás por eso el protagonismo que Carla Simón deja caer sobre la pequeña Laia Artigas, sobre su mirada, sus gestos y sus silencios, mientras ésta se aclimata a una nueva realidad, a nuevos sonidos y nuevos paisajes, a nuevos afectos que su madre ya no le podrá brindar jamás. Aunque eso sea algo que a una niña de seis años le vaya a llevar mucho tiempo y muchas lágrimas entender.

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