
Mara está travesando una fase de relativa obsesión con la muerte. Pregunta continuamente sobre ella. Quiere saber si ET el extraterrestre ya está muerto, si los piratas protagonistas de sus libros ya murieron y no existen, como los dinosaurios; si sus bisabuelos, a los que ve ya viejecitos, se van a morir pronto; si los protagonistas de Coco, la última joya de Pixar, están vivos o muertos, porque a veces los muertos están más vivos que los propios vivos, valga la redundancia, y cuesta diferenciar los mundos.
No hay día, en fin, en que Mara no pregunte si algo o alguien está muerto o se va a morir; o si tal persona está enterrada en un ataúd. La muerte genera tanto tabú como fascinación, quizás porque no hay nada más difícil de explicar y más incomprensible que la muerte, ese hoy estar aquí y mañana desaparecer. “Morir es una manera muy elegante de no volver a ninguna parte”, escribía Manuel Jabois.
La semana pasada, de vuelta del colegio, estábamos parados ante un semáforo cuando Mara me preguntó: Papá, ¿verdad que todos nos vamos a morir?. Sí, hija, le respondí yo, la única certeza que tenemos todos cuando nacemos es que nos vamos a morir. Ella se quedó pensativa. Claro, el abuelo José se va a morir pronto, porque es viejecito, continuó. A mí aún me queda mucho, porque soy una niña, razonó con toda la lógica del mundo. Y yo le reafirmé en su idea, haciendo hincapié en que primero se morirían los bisabuelos, luego los abuelos, luego los papás y luego ella, aunque a estas alturas de la vida uno ya sabe que el destino no entiende de lógicas infantiles aplastantes.
De todas formas lo que más me fascinó de Mara fue la naturalidad con la que habló de la muerte. No había miedo ni temor en sus palabras. Tampoco tristeza por saber que todos, hasta sus padres, se iban a morir algún día. Hablaba con la seguridad de la que acepta una realidad ante la que nada se puede hacer. Una realidad de la que aún, a sus cuatro años, está claro, no entiende al 100% sus consecuencias. ¿Pero quién entiende, al fin y al cabo, sus consecuencias, su verdadera implicación, hasta que no se enfrenta por primera vez a la muerte?
En mi caso fue a los 15 años. Hasta entonces había crecido en una familia extensa y unida que, desde que yo tenía uso de razón, había sabido esquivar a la muerte. Habían habido fallecimientos a mi alrededor, por supuesto, pero ninguno tan cercano como para salpicarme de lleno, así que la muerte era para mí casi un personaje de la mitología. Entonces murió mi abuelo, a quien siempre estuve muy unido, y de repente el ser mitológico se hizo real y se manifestó ante mí con toda su crudeza. Comprendí entonces que la vida iba en serio y que poco tenía del juego de niños que para mí había sido hasta ese momento. Y entré en una espiral de pánico a la muerte que derivó en una hipocondría. Más de una vez (y de dos, y de tres) mis padres, santa paciencia la suya, tuvieron que llevarme a urgencias, a media noche, porque sentía que me iba a dar un infarto, un ictus o la última enfermedad que había escuchado en el informativo. La muerte me acechaba, se escondía bajo mi cama, dispuesta a avasallarme en cuanto la oscuridad y el silencio ganaban la partida al día. “En la hipocondría hay belleza”, escribe Manuel Vilas en Ordesa. La debe haber, seguro, aunque yo por aquel entonces no fui capaz de encontrarla.
Con el tiempo fui asumiendo la realidad, ganando batallas personales, pero aún hoy sigo temiendo a la muerte. O quizás ya no temo a la muerte como tal, sino que lo que realmente me da miedo es el sufrimiento previo a ella que he visto en los rostros de familiares míos que nos abandonaron después, cuando la muerte, una vez que entró en nuestra familia, se instaló con nosotros para siempre. Una presencia invisible pero latente la suya, que cada cierto tiempo se manifiesta para recordarnos una máxima: que no hay vida sin muerte. Una certeza que a sus cuatro años Mara parece tener muy clara, aunque ella aún (y ojalá que por mucho tiempo) no haya tenido que enfrentarse cara a cara con el fantasma de la muerte.
Ángela
Magnífico post!La muerte al igual que otros temas siguen siendo tabús en la sociedad en la que vivimos. Tal cómo te ocurrió a tí,en mi adolescencia me sumí en una espiral de miedo a la muerte que me mandó a urgencias en varias ocasiones. Si tratásemos a la muerte con más naturalidad quizás la comprendiésemos mejor y tb la asumiríamos y la interiorizaríamos de otra forma… Me tocará en un par de años hablarle a Pablo de ella, a ver q tal se me da. Un saludo y felicidades x otro artículo tan interesante.
Roser
En mi caso espero que mis hijos aprendan como yo a esquivar el miedo a la muerte. De momento el Monstruo sabe que la muerte consiste en dejar de respirar, que cuando estás muerto ya no puedes hacer nada (ni comer, ni jugar, ni ver vídeos… nada de nada). Sabe que su abuelo está muerto y que probablemente su abuela muera pronto.
Yo no temo a la muerte. Temo la soledad de los vivos, cuando sucede la muerte, pero a la muerte misma, en tanto que creyente, no la puedo temer. Y sé que, en el peor de los casos, si yerro y luego no hay nada… pues jamás lo sabré, y eso es bueno.
Diana
Imagino que el día en que lleguemos nosotros a ese punto nos costará también dar unas cuantas explicaciones, nada más espero que se lo tome como lo hace Mara. Los niños, de entrada, tienen miedo a pocas cosas, ya tendrán tiempo de ir asimilando… sobre el tema de familiares que fallecen, tengo fichado un libro que vi muy interesante, aunque aun es pequeño, la isla del abuelo. Creo que es una forma bonita de normalizar el que alguien tan cercano un día no esté.