
El caso de Julen, el niño de dos años fallecido al caer a un pozo en Totalán que ha tenido en vilo a España, reunía muchos de los ingredientes que convierten un hecho en noticiable: actualidad, cercanía, emoción, suspense e incluso morbo. Eso explica el despliegue mediático. Había más periodistas que vecinos en Totalán. Algunos han hecho un trabajo magnífico. Pienso en las crónicas que escribía a diario Manuel Jabois en El País de un caso en el que “todo lo que podía salir mal, salió peor”. Otros han hecho aflorar el lado más negro de la profesión: el amarillismo, la cobertura televisiva 24 horas, la perversa búsqueda de la última hora, la aún más perversa búsqueda de audiencias. Pienso en Sálvame. Estaba por la tarde en el gimnasio y en una de las muchas pantallas instaladas por las paredes me encontraba cada día con Paz Padilla, Jorge Javier Vázquez y los contertulios de cabecera de Telecinco haciendo conexiones en directo con el pueblo malagueño, buscando carnaza, una declaración, una lágrima, opinando como quien opina sobre la vida de Jesulín de Ubrique, trasladando a la audiencia (intuía por los letreros sensacionalistas, porque no los escuchaba) diferentes teorías de la conspiración. Pensaba en los padres de Julen y sé que en su lugar no me gustaría que Paz Padilla y sus secuaces estuvieran informando sobre la tragedia de mi hijo de dos años. Esos padres que solo acaban de empezar a vivir su particular Broadchurch: Han perdido a un hijo en lo que en apariencia es un desgraciado infortunio, son víctimas, pero a la vez se les mira de reojo, como a sospechosos en potencia a los que solo puede absolver el resultado de una autopsia. No imagino nada más duro que eso.
A los factores noticiables que han convertido el caso en tema de apertura diaria de informativos, se unía otro crucial: la edad de Julen. A un niño todos lo hacemos nuestro porque nos hace mirar a nuestros hijos de reojo, conscientes de los peligros que acechan por todas partes, y suspirar aliviados sintiéndolos a salvo. Julen era Julen y era a su vez todos los niños del país. Sucede con estos casos lo mismo que cuando nos enteramos de la muerte (repentina o por enfermedad) de una persona relativamente joven. Entonces nos decimos aquellas frases, vacías y manidas, de “hoy estamos aquí y mañana no sabemos dónde”, “la vida son dos días y nos los pasamos preocupados y enfadados por tonterías”, “hay que disfrutar más de la vida, que en cualquier momento se acaba”. Esas frases, aplicadas a la infancia, a nuestras paternidades, nos las hemos dicho todos al mirar a nuestros hijos y pensar en los padres de Julen. Unas horas después, sin embargo, volvemos a nuestras vidas caóticas y dejamos de lado esos propósitos frágiles e insostenibles. Si la vida pudiese ser siempre Mr. Wonderful ya nos habríamos dado cuenta.
Los que no van a poder volver a sus vidas durante mucho tiempo son los padres de Julen. Por eso podemos empatizar con ellos, pero jamás ponernos en su lugar, comprender lo que han pasado en estas dos semanas agónicas. Nuestra vida continúa y nos olvidaremos de Julen, como nos olvidamos de tantos otros, a la misma velocidad que los medios dejan de escribir su nombre en las portadas. Su espacio lo ocuparán otros dramas que durante unos días centrarán toda nuestra atención. La vida de esos padres, sin embargo, se ha quedado parada. Quién sabe si para siempre.
En esos días de elucubraciones, de intentar ponernos en la cabeza y en la piel de esos padres, pensé mucho en qué querría yo si estuviese en su lugar. Tal y como pasaban los días pensé que si fuera esos padres y Julen fuese mi hijo preferiría que hubiese muerto en el acto (tal y como parece que sucedió) a consecuencia de esa caída infinita. No querría imaginármelo solo en la oscuridad claustrofóbica de un pozo durante días y noches enteros. Sin comida. Sin una gota de agua que llevarse a la boca. Sin escuchar la voz de sus padres. ¿Llamaría a su madre? ¿Pediría a gritos cada vez más sordos su presencia? ¿Qué sentiría ahí encerrado, solo, sin nada que poder hacer, abandonado a su destino? Aun sin la consciencia de la muerte que adquirimos conforme vamos creciendo, imaginé que jamás querría un final así para mi hijo (si es que se puede querer alguno).
Sin embargo, y llegados a ese punto, pensé que inmerso en esa situación seguramente lo que pasaría es que me aferraría a la vida como se aferraban los padres de Julen. Aun cuando la lógica señala que las esperanzas son mínimas, siempre queda alguna para quien quiere creer. Aunque sea una entre cien. Me acordé entonces de República Luminosa, la novela con la que Andrés Barba se alzó con el XXXV Premio Herralde de Novela. Me acordé de esa treintena de niños violentos y salvajes que aparecieron de la nada para romper la tranquilidad de San Cristobal, una imaginaria ciudad tropical. Y recordé que habían construido su hogar en el subsuelo, en una galería iluminada milagrosamente por el reflejo de cientos de cristales que los menores habían ido colocando sin orden aparente, pero en la que se adivinaba una intencionalidad. Supongo que si mi hijo fuese Julen me hubiese querido agarrar a ese espacio de vida subterráneo, a esa República Luminosa construida en las profundidades de la tierra y llena de niños que cuidan de otros niños extraviados. Como el pobre Julen.
Laura
Hola! Me ha encantado como has escrito el post sobre Julen, tan real y tan bonito redactado…a mí me pasa una cosa y es que la muerte en general me hace pensar mucho, bueno, supongo que como a todo el mundo…pero hay determinadas muertes que me cambian para siempre, aunque no conozca a las víctimas, la muerte de Marta de 21 meses en un coche olvidada por su padre por ejemplo me marcó tanto que no solo pienso en ella y sus padres a diario sino que a partir de ese día empecé a “correr” menos por las mañanas, incluso hasta el punto de llegar un poco tarde al trabajo, me cambió la forma de ver el día a día de verdad…la muerte de Julen me deja el corazón helado y pienso que siempre que pueda estaré junto a mis hijas, aunque a veces llore de cansancio, me desespere porque duermen mal e incluso, de vez en cuando, inmersa en mi caótico día a día me enfade con ellas.
Gracias
Aroa
Muy de acuerdo con todo. Nunca perdí la esperanza, pero a medida que pasaban los días pensaba más en que si no salía,mejor hubiese muerto en el acto. Me imaginaba a mi hijo de 2 años allí solo, llamándome sin entender qué pasaba y porqué yo no llegaba y se me partía el alma.
Lo de los periodistas una vergüenza, un circo. A cada caso de este tipo que pasa (Gabriel, Julen …) van a peor.
Muy bien explicado todo.
José Luis
Muy buena reflexión. Con textos como este se reconoce a un auténtico periodista y comunicador y no deberíamos nombrar de la misma forma a todo ese tumulto de busca-noticias y sensacionalimos. También me ha tocado ponerme en el lugar de los padres de Julen imaginando que podía ser Sofía. Y me quedo con ese deseo, intención, o ese aferrarse a la esperanza hasta el desenlace.