
Hace un par de domingos estuvimos en el Parque Juan Carlos I de Madrid aprovechando esta larga e improvisada primavera que nos ha regalado el invierno. Fuimos unas cuantas familias del cole de Mara. Hicimos un picnic, jugamos al basket, al voley, al fútbol, a las raquetas, las niñas y los niños montaron en bici y en patines y jugaron autónomos ajenos a nosotros, ofreciéndonos a los padres un espacio para charlar, para tener conversaciones con alguien mayor de 5 años, un bien preciado ahora mismo en nuestras vidas.
Yo me pasé gran parte del día en un precioso, ruidoso y caótico castillo de madera repleto de niños y abrasado por el sol, persiguiendo a Leo, que está en esa etapa vital en la que pasa de todo y en la que a poco que te despistes ha desaparecido, porque hace camino sin mirar atrás. Supongo que está poniendo a prueba sus límites geográficos y de orientación. Y los de nuestra paciencia.
En el castillo, pensado para niños más mayores, Leo se frustraba constantemente por no poder acceder a la parte superior y me solicitaba ayuda. Tienes que llegar hasta donde tú puedas, Leo, le decía yo, deseando en parte que se cansase de la atracción para poder volver con el resto de padres que, en ese momento, disputaban un divertido partido de voley. Leo, sin embargo, no solo no se cansaba, sino que no perdía la fe en poder llegar arriba. Al final, aún no me explicó cómo, lo consiguió. Fue directo al tobogán y se tiró. Cuando llegó abajo lo esperaba yo fascinado. Le grité varios “¡toma ya!” mientras lo miraba con pura admiración. Sonrió con esa mueca que tiene reservada solo para ocasiones especiales y que volvió a sacar a relucir minutos más tarde, cuando su hermana y sus amigas quedaron igual de fascinadas por su tenacidad y su capacidad para seguirles el ritmo. Debía sentirse el rey del castillo.
Al ver la sonrisa de Leo ante nuestras reacciones me acordé de un instante fugaz de mi infancia. Tendría 9 o 10 años, no estoy seguro. Por aquel entonces jugaba en el equipo de fútbol de mi pueblo, el Silla. Debíamos ser alevines A. Nos habíamos juntado un grupo interesante de chavales. Ganábamos todos los partidos por goleadas que hoy, en la era del buenismo, serían poco menos que censuradas o reducidas a un 3-0 por decreto. A veces pienso que en el afán por sobreproteger tratamos a los niños como si fuesen tontos, como si por el hecho de que oficialmente el marcador rece un 3-0 no fueran a ser conscientes de que acaban de recibir 15 goles sin tener tiempo ni para despeinarse.
En uno de los partidos de aquella temporada (no recuerdo dónde era, sólo que jugábamos como visitantes), el entrenador contrario cometió la irresponsabilidad de adelantar la defensa para hacernos caer en la trampa del fuera de juego. En nuestro equipo éramos cuatro niños en la delantera, a cada cuál más rápido, y nos pegamos un festín. En una de esas un compañero me puso un balón en profundidad, me quedé solo delante del portero, que salió a la desesperada al borde del área, y se la piqué con suavidad por encima, como hubiese hecho mi admirado Romario. Gol. Corrí eufórico hacia mi padre, como si en vez del 7-0 acabase de marcar el gol decisivo en la final de un Mundial, mientras él me miraba con los mismos ojos de admiración con los que yo observé a Leo bajar del tobogán y me gritaba “¡Un gol de primera, de primera!”.
Siendo más mayor le he contado a mi padre esta anécdota y dice que no la recuerda. Fueron bastantes goles esa temporada. Tampoco era mi padre dado a elogiarme porque sí. Eso es más propio de mi madre, que me admira con una devoción que a veces siento y pienso exagerada. Yo, sin embargo, tengo grabada a fuego esa breve escena de mi infancia. La vaselina, el balón que entra suavemente botando en la red, los gritos de mi padre, su mirada, la sonrisa que debió invadir mi cara como invadió la de Leo tras caer al suelo por el tobogán, el abrazo en el que nos fundimos.
Nos pasamos la vida buscando en la gente esa mirada de admiración hacia nosotros que un día vimos en nuestros padres. Lo que no sabemos es que es posible que esa mirada, y todo lo que esconde en su interior, sea un poder que solo tienen (tenemos) los padres.