
Hace ya una década (y parece que fue ayer) Loquillo rendía tributo a una generación de baloncestistas españoles que en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984, apenas unos meses antes de mi nacimiento, engancharon a media España al baloncesto con su histórica medalla de plata. Su Memoria de jóvenes airados es un himno. Incluso para los que, como yo, vivimos todo aquello desde la comodidad del útero materno. Imagino que en ello tiene algo que ver el videoclip, donde aparecen Epi, Solozabal, Jimémez o Flores, jugadores todos ellos que me recuerdan irremediablemente a mi padre. Como ellos, era joven mi padre en 1984. Y todavía lo era años más tarde, cuando sentados frente al televisor, en el Canal 33 que entonces podía sintonizarse en Valencia, veíamos mano a mano partidos del Barça de basquet en los que aún impartía cátedra un tal Juan Antonio San Epifanio.
Mi padre es de esa generación de jóvenes airados a la que canta Loquillo. Jóvenes que en su mayoría se ganaron la vida en la industria, con sus turnos rotativos y su garantía de estabilidad. Jóvenes que entraban en una empresa con 18 años y aún hoy, a un paso de cumplir los sesenta, siguen en ellas. One club mens de la clase media española. En una misma empresa desde la adolescencia hasta la jubilación. Nunca se ha quejado mi padre de ello. Nunca ha pensado en cambiar de trabajo. Nunca ha dado muestras de estar cansado de repetir día tras día, durante más de cuarenta años, el mismo recorrido a pie de casa al trabajo. Ha tenido una buena vida laboral mi padre. Mejor de la que, creo, hubiese podido soñar. Sin estudios ingresa más cada mes de lo que yo, con toda probabilidad, vea en una nómina en mi vida. Supongo que uno no se plantea otras cosas cuando las cartas le vienen así y tampoco tiene ante él muchas más alternativas.
“Vive tú lo que yo no pude”
No tuvieron una infancia fácil nuestros padres, los de la generación de los jóvenes airados, pero luego, al calor de la democracia recién estrenada y de una industria creciente, se asentaron con relativa facilidad en la clase media: con su piso, su vida tranquila, su relativa estabilidad económica. Y sus hijos. Esos hijos (nosotros) que nacieron y crecieron en un país en expansión que cabalgaba a lomos de un crecimiento que parecía infinito, imparable. Esos hijos a los que sus padres les dieron todo lo que ellos no tuvieron: una infancia sin preocupaciones, una educación, la posibilidad de llegar a la Universidad, de estudiar una carrera. La promesa de un futuro aún mejor, de un trabajo bien pagado, de la realización personal y profesional.
Le decía la cantautora onubense Zahara a la mamá jefa en una entrevista que podréis leer en el próximo número de Madresfera Magazine, que “somos la consecuencia del vive tú lo que yo no pude”. Y que como consecuencia, valga la redundancia y nunca mejor dicho, “tenemos siempre la mirada puesta en lo que podríamos hacer” y nos olvidamos continuamente del presente, del ahora, del carpe diem: “Creemos que podemos ser cualquier cosa que queramos puesto que eso es lo que nos han enseñado y claro, siempre que estamos en una situación pensamos si eso es lo que queremos o si podríamos aspirar a algo más”.
Memoria de jóvenes desorientados
Me gustó mucho la reflexión de Zahara porque últimamente ese argumento forma parte de una conversación recurrente que tenemos la mamá jefa y servidor. Tenemos 36 y 33 años respectivamente y vivimos rodeados de amigos nacidos en los ’80. Todos somos hijos de los jóvenes airados a los que canta Loquillo. Todos crecimos, en mayor o menor medida, entre algodones y con la promesa, casi con la garantía, de un futuro mejor. Ese futuro, sin embargo, lo arrasó el tsunami de la crisis económica. Hoy somos padres precarios, sometidos por la inestabilidad de la sociedad líquida que nos ha tocado en suerte, inconformistas eternos, siempre con el objetivo en mente de encontrar algo mejor, de cambiar para bien, de saborear de alguna u otra forma las mieles que nos prometieron pero que nunca llegamos a probar.
Observo entre mis amigos que, sobre todo quienes estudiamos para conseguir aquello que nuestros padres no pudieron, quienes nos creímos a pies juntillas esa promesa de un futuro mejor, nos encontramos ahora absolutamente perdidos, como si nos hubiesen dejado en mitad de un desierto sin Google Maps. Hemos hecho todo lo que se supone que debíamos hacer, pero al rascar con la moneda en el envoltorio encontramos que no había premio, solo un triste sigue intentándolo. Somos víctimas de nuestras expectativas.
La nuestra es la generación de los jóvenes desorientados. Jóvenes formados que sobrepasada la treintena nos encontramos sin saber muy bien qué hacer con nuestras vidas. Cómo seguir. A dónde ir. Algunos siguen viviendo en casa de sus padres. Otros nos independizamos precariamente y hemos cometido la locura de tener hijos de la crisis que crecerán ya sin ninguna promesa de futuro. Algunos hacen cola cada día en una oficina del INEM o echan sin ninguna esperanza su currículum en ofertas de Infojobs en las que hay 2.000 inscritos (igual de desorientados que ellos) para puestos de trabajo en los que piden dos titulaciones, cuatro idiomas y quince años de experiencia para pagarte 1.000€ al mes; otros viajan a países que son una promesa en sí mismos para servir cafés en un Starbucks y acabar igual de quemados, solo que a miles de kilómetros de su hogar. Otros hemos emprendido (emprender es el verbo de nuestra generación desorientada) y hoy, como decía en El País el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, nos explotamos a nosotros mismos figurándonos que nos estamos realizando: “es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado (…) Ya no hay contra quien dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión”. Y otros, por supuesto, están mejor. Y han tenido suerte. Y tienen una estabilidad. Y no se plantean cosas. También había catorce tipos de la generación de mi padre que fueron medalla de plata en Los Ángeles ’84…
Tan perdidos estamos que la sección de autoayuda de las librerías cada vez ocupa más espacio y los libros que nos dicen lo maravilloso que somos y aquello de que podemos ser lo que queramos ser (qué gran falacia) han invadido los escaparates y son los best sellers de la década. Tan perdidos estamos que hoy en vez de árboles florecen coachs en las ciudades, personas que te dicen lo que quieres escuchar y que te animan a perseguir tus sueños, a no renunciar a tus utopías, aunque ni siquiera ellos se las crean. Tan perdidos estamos que nos hemos rendido a los mensajes de Mr. Wonderful y a las frases vacías (pero positivas, siempre positivas) que llenan nuestros perfiles de Whatsapp y Twitter.
Nos hemos vuelto adictos a los coachs y a los mensajes optimistas que mantienen viva la llama que un día prendieron nuestros padres para iluminar un futuro que se presumía esperanzador, mejor que el presente que ellos tenían. Y así seguimos, buscando esa luz que para la mayoría será inalcanzable, enganchados cual yonquis a la heroína, a nuestra heroína, porque el subidón que proporciona un chute de sesenta minutos de sesión de coaching siempre hace el presente más llevadero que ver la realidad de una generación absolutamente desorientada.
yyoconestasbarbas
WoW… Por un momento no sabía si estaba leyendo tu blog o una de tus columnas de El País. Más razón que un santo, amigo…
El truco de mamá (Pilar)
Completamente de acuerdo! Desorientados y más perdidos que una gamba en el desierto 😑 Con estudios, carreras, máster y cursos de todo tipo, pero con un trabajo vulgar y precario al que echamos horas sin talento (eso si tienes trabajo). Y con la continua desazón de saber que podrías aspirar a algo mejor (“aspirar”, que no conseguir). En esas estoy yo también, con mis 42 años, intentando ser freelander y pensando si no estaba mejor en mi precario trabajo con un sueldo ridículo al mes…
Raúl
Compro esa heroína a diario para poder sobrevivir mientras me va matando por dentro… Gracias por expresar lo que tantos sentimos.
Yani
Desde Argentina, te aplaudo. Si bien mí infancia no ha sido cómoda en absoluto, hoy pertenezco a esa generación que está incómoda todo el tiempo, que ve en otros lo que quiere para uno…. Excelentísimo texto, lo comparto.
Cariños!
Gabi Ruiz
Yo soy algo mayor que tú, pero como trabajo con padres de esas edades, veo perfectamente lo que dices en el día a día. Excelente análisis Adrián.
Añadiría dos cosas que contribuyen a la desorientación. La gran oferta de opciones, que crea ansiedad por elegir “la opción perfecta”, y frustración al darse cuenta de que no lo es. Y la ingente cantidad de información de todo tipo a la que están, estamos, sometidos, que dificulta mucho distinguir lo esencial de lo que no lo es.
Ella
Creo que es el mejor texto que te he leído últimamente. Muy inspirado. Y muy cierto.
Pero un apunte a tu referencia a que “otros, por supuesto, están mejor. Y han tenido suerte. Y tienen una estabilidad. Y no se plantean cosas”.
Nosotros estamos bien laboralmente. Tenemos estabilidad. Hemos tenido suerte, supongo. Pero seguimos planteándonos cosas. Muchas. Por qué nosotros sí y otros no; cuánto durará; qué modelo laboral heredarán nuestros hijos…
A veces tengo la sensación de que a aquellos que “estamos bien” se nos presupone cierta connivencia con el “enemigo”, sea este quien sea (el sistema, el Gobierno, la empresa…). O cuanto menos, menos inquietudes, una actitud de contemplación y pasividad intelectual que, al menos en nuestro caso y en el de muchos en nuestro entorno, no se cumple.
En fin. Que tienes razón. La desorientación es real, y la decepción, cierta amargura… Espero que cada uno sea capaz de encontrar sus propias brújulas para encontrar el camino.
Roser
Yo soy de las afortunadas, porque todas mis elecciones han sido acertadas… aparentemente. Pero bien cerca tengo a mi hermano, mi marido, mis primos, mis amigos… los afortunados estamos solos, rodeados de gente desorientada, y sin saber cómo ayudaros.
Marina - Tallat amb Cor
Qué razón tienes… Aquí estoy yo, de setiembre del ‘84, con la lagrimilla que asoma por lo identificada que menos siento con todo el post y lo mal que me siento por haber perdido el tiempo en estudiar para nada, para haber ido sobreviviendo dese que terminé la 1a carrera, en un mes hará 11 años… Y aquí seguimos buscando una lucecita que ilumine.
Abrazos, familia
Fer
Gran post Adrián!! Me encantan tus reflexiones. Joder, me siento tan identificado.
Pero alguien tiene la fórmula? Es aceptar? Es anhelar? Desde luego, yo sé que cuestionarme todo no hace sino darme de bruces con el anhelo permantente, y eso tampoco me ayuda. Pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, tampoco. Quiero ser feliz ahora !!!
Con dos hijos pequeños, de 1 y 3 años, a veces pienso si la cultura del sacrificio está denostada, y esa es la razón de nuestra maldita inseguridad y ansiedad permanente. Querríamos estar solos y vivir haciendo lo que nos da la gana en cada momento. Aunque dicen que la soledad es destructiva ….. :-))