
Hay películas que están hechas de silencios. De conversaciones interiores que no se reflejan en diálogos, pero que uno puede sentir, casi escuchar. Hay filmes protagonizados por personajes golpeados por la vida, herméticos, inexpresivos, casi heróicos en su resistencia ante un destino que ya ha echado las cartas y augura una nueva derrota. Otra más. Hay películas en las que los diálogos brillan por su ausencia, también los sentimientos, y sin embargo uno las acaba derramando lágrimas sin entender muy bien qué ha pasado para llegar a ese punto, a esa emotividad que la frialdad de los actores y de las conversaciones parecen querer evitar en todo momento. A toda costa.
Hay películas que con esos ingredientes te recuerdan lo maravilloso que es el cine para meternos en la piel de otras personas totalmente ajenas, sin necesidad de recurrir a una banda sonora emotiva, a unos diálogos escritos para emocionar. Al final, la vida es como ‘Manchester frente al mar’. Sobria, dura, fría, inexplicable, hermética, muchas veces inexpresiva e injusta. Sobre todo con los derrotados. Quizás por eso lloramos viéndola. Porque nos recuerda a la vida de verdad. Sin aditivos ni edulcorantes.
Casey Affleck coleccionó todos los premios habidos y por haber con su actuación en ‘Manchester frente al mar’. Y la película, nominada a los Oscar, se llevó el premio al mejor guión original. Y no es de extrañar. Casey (Lee Chandler en el film) es un tipo solitario, uraño, encerrado en sí mismo, en un caparazón forjado y autoconstruído cuando una tragedia asoló su vida, cuando perdió a sus dos hijas en un incendio que él podría haber evitado. Aquello fue el final de su relación con su mujer (Michelle Williams) y también el inicio de la huída del lugar que le vio crecer. Un lugar, la ciudad estadounidense de Manchester, al que se ve obligado a volver tras la muerte de su hermano, que deja huérfano a un adolescente de 16 años.
Allí Lee Chandler tendrá que enfrentarse al pasado en el que quedó varada su vida. Un pasado del que él quiso huir, pero al que le devuelve su presente. Y allí Kenneth Lonergan, su guionista y director, nos atrapará con su intimismo, con su honestidad, con su austeridad y con esa concatenación de escenas marcadas por el silencio y la contención que parecen no decir nada, pero que sin embargo lo dicen todo mientras nos ponen frente a frente con la crudeza de una vida compleja, que camina sobre un alambre que amenaza constantemente su estabilidad, hasta que un fuego (o cualquier otro desliz) nos hace perder pie y convivir eternamente con la culpa.
Diría, sin miedo a equivocarme, que es la película más dolorosamente bella que he visto en años. Quizás influya en mi valoración que soy padre y que uno empatiza sin remedio con su protagonista y con todos esos personajes extraviados por una pérdida irreparable. Imagino que por eso, tras llegar al final, estuve la media hora siguiente nadando en un mar de lágrimas.