
De un tiempo a esta parte, Mara me pregunta muchas veces por cosas del pasado que o bien no existieron, o bien ella no ha vivido en primera persona, o bien es imposible que recuerde. ¿Papá, te acuerdas cuando yo era un bebé como Leo y tiraba la comida al suelo?, me preguntaba cuando su hermano apenas tenía ocho meses. ¿Papá, te acuerdas de cuando fuimos a x (un lugar en el que no hemos estado) e hicimos esto y lo otro?, me inquiere de forma recurrente, buscando mi validación a su recuerdo fabricado. Y a mí me despiertan un profundo sentimiento de ternura estas preguntas, estos recuerdos que uno no sabe de dónde han salido y que igual no dejan de ser el recuerdo de un recuerdo, que es lo que al final, siempre, nos va quedando.
Supongo que me despiertan ternura estas preguntas que me hace Mara porque yo también he sido y soy una fábrica de recuerdos. Imagino que es algo que nos pasa con frecuencia a los nostálgicos. En cierto modo “inventamos” nuestro pasado, lo magnificamos, lo adornamos, lo dotamos de aura. Por eso siempre nos parece tan brillante nuestro pasado y tan gris nuestro presente, porque la realidad del presente nunca puede competir en igualdad de condiciones con el ideal del pasado.
A veces es duro, en su belleza, mirar atrás. Tengo recuerdos puntuales y hermosos (seguramente dulcificados) de mis primeros días fuera de la tutela continua de mis padres. Tardes de sol y parque, de balón y gominolas, de amigos y risas. La excitación propia de tus primeras escapadas en solitario con aquellos amigos que siempre encontrabas disponibles en las largas tardes del verano, en aquellos días lejanos en que el trabajo y la universidad aún eran realidades difíciles de imaginar.
Muchas veces esos recuerdos salen a luz cuando me reencuentro con uno de aquellos amigos. A veces es bonito mirar atrás. En esos reencuentros solemos coincidir en los recuerdos, tal vez porque nos los hemos contado tantas veces que ya más que recuerdos son fábulas que nos tienen a nosotros como protagonistas. La sensación, no obstante, es de que aquello pasó de verdad y que nosotros tuvimos la suerte de vivirlo. Por eso, hace unos años, me sorprendió tener que reconocer que mi inquieta mente había sido capaz de fabricar por sí misma un recuerdo. Algún día decidió inventarse un pasaje de mi vida y desde ese momento lo incluyó en mi biografía mental. Es curioso vivir con la idea de que algo pasó y darte cuenta más de una década después de que aquello no fue así. A veces resulta extraño mirar atrás.
Lo cierto es que hace ya casi 20 años mi padre cambió de coche. El viejo y destartalado Renault 11 (¡cuántos recuerdos se llevaría dentro!) fue sustituido por un Citroën Xantia verde. Por fin teníamos aire acondicionado. Y radio-cd. Y decenas de botones que ni siquiera podíamos imaginar para qué servían. Por aquel entonces yo cursaba 4º de la ESO y hasta hace relativamente poco recordaba como si fuera hoy cómo mi padre vino a recogerme tras la clase de tecnología que dábamos en una instalación ajena al edificio principal del instituto con el nuevo y reluciente coche. Recordaba como admiré entonces a aquel vehículo. Y cómo lo admiraron mis amigos.
La realidad, sin embargo, desmiente estas ensoñaciones. Sucedió que aquel día nunca tuve clase de tecnología. Ni mis amigos admiraron el coche de mi padre. Aquel día de junio de hace casi 20 años acompañé a mi padre al concesionario y comprobé cómo el plan prever se quedaba con nuestro querido y entrañable Renault 11. Me subí con mi padre camino de casa en el Xantia y me reí de sus nervios al volante de aquel coche que nos parecía inmenso. Nervios que contribuí a aumentar toqueteando aquella novedosa radio mientras mi padre peleaba por hacerse entender con todos aquellos botones que aparecían como por arte de magia en el salpicadero.
Aquello fue lo que realmente sucedió. Aunque me pese. Aún así, muchas veces, prefiero seguir recordando aquel momento como lo hice hasta hace no tanto: yo asistiendo a clase de tecnología y mi padre viniendo en mi búsqueda para mostrarme en primicia la nueva adquisición ante el asombro de mis amigos. En todo buen guión, pienso, no está de más dejar espacio para dos finales alternativos.