
El domingo pasado vino a comer a casa y a compartir nuestra locura doméstica Sandra. Sandra es una de las mejores amigas de Diana. Y a Sandra hay que quererla en su fragilidad, en su caos mental y en su fortaleza traslúcida. También en las similtudes que nos igualan, porque quererla a ella es querernos un poco a nosotros, miembros todos de una generación que vive en una constante insatisfacción, con los pantalones de los bolsillos rotos, perdiendo cosas. Por eso, intuyo, siempre parece que nos falta algo para ser completamente felices.
Cuando nos reunimos con Sandra siempre parecemos participantes de una reunión de insatisfechos anónimos. La insatisfacción también es una droga dura. A su modo es una forma que hemos encontrado para, de vez en cuando, hacer una terapia grupal en la que exorcizar los males de los nacidos en los ’80, esa generación que iba a tenerlo todo, que iba a poder ser lo que quería ser, que se iba a comer el mundo; pero que a la hora de la verdad se quedó en un casi, en un querer pero no poder, con los demonios que las promesas incumplidas despiertan.
Sandra nos cuenta los sinsabores de una vida de soltera tras el retorno a casa de sus padres, sus anhelos, las relaciones que nunca despegan, los trabajos que nunca llenan, los recuerdos de una vida que tenía encaminada y que se fracturó como se fractura la rodilla de un futbolista en auge, en el momento más inoportuno. A su modo, creo, querría una vida más parecida a la nuestra. Para restarle idealismo, le digo que a veces, yo, en los momentos de mayor desesperación, fantaseo con la idea de no tener hijos. Ella me dice que si no los tuviese, los querría tener. Y tiene razón. Siempre anhelamos, aunque solo sea por instantes efímeros, lo que no tenemos.
Nosotros, por nuestra parte, le contamos a Sandra nuestro caos diario, el agotamiento perpetuo al que parecemos condenados, la frustración que supone postergarse, la frustración aún mayor que nos genera el no poder conciliar, el enfado permanente en el que vivimos por trabajar como trabajamos y criar como criamos. Con ella, que no tiene hijos, nos sentimos un poco como la antigua profesora de la escritora canadiense Sheila Heti, cuando se encontró con ésta un día en el que ambas visitaban a una amiga en común que acababa de ser madre. “No tengas hijos, por favor”, le dijo la profesora, que tenía una hija de treinta y cinco años. “Pero ¿tener una hija no ha sido la mejor experiencia de su vida?”, le preguntó sorprendida Heti. Tras un momento de silencio le reconoció que sí. A Sandra le contamos esa maravillosa ambivalencia.
Llegados al café y al té nos relajamos un poco. En el fondo somos conscientes de que somos unos privilegiados, de que nuestros problemas son problemas del primer mundo, de una clase media venida a menos, sí, pero clase media al fin y al cabo. Nos bajamos al parque con los niños, con la certeza de que el sol y el buen tiempo, la manga corta en marzo en Madrid, tienen el poder de aplacar todos los males. Miro a Mara y a Leo. Juegan con unas amigas que se acaban de hacer con esa facilidad con la que los niños hacen y olvidan amigos. De vez en cuando vienen enfurruñados en mi búsqueda porque una de las niñas no quiere jugar a determinado juego o les ha dicho algo que les ha molestado. No pasa nada, no deis tanta importancia a esos comentarios, podéis jugar a otra cosa, les digo. Intento que ellos relativicen cuando a mi me cuesta relativizar con mis problemas de adulto. A su edad, cinco y dos años, Mara y Leo también parecen vivir en una frustración permanente. ¿Se hereda la insatisfacción? ¿Tiene carga genética?
Mientras los veo alejarse hacia el parque en busca de sus amigas me digo para mis adentros que quizás sería bueno criarlos alejados del paradigma de los libros de autoayuda, de Mr. Wonderful, de la búsqueda permanente de la felicidad a la que nos empuja la sociedad de las frases motivacionales y el coaching. Esa búsqueda tan legítima como utópica está detrás de nuestras frustraciones, de nuestra insatisfacción generacional crónica, pienso. Me giro hacia Sandra y Diana tras acordarme de una reflexión que leí recientemente en Un hombre enamorado (Anagrama). Desde que leí a Karl Ove Knausgard todo en mi vida se explica a través de su escritura. Geir, un amigo de Karl Ove, le dice al escritor noruego que “no perseguir una vida feliz es lo más provocador que uno puede hacer”.
Quizás deberíamos ser más provocadores, les digo.
Roser
Se me hace muy interesante esa insatisfacción, Adrián. Supongo que es porque yo, nacida en la década anterior a la tuya, he sido considerada feliz por quienes me conocían: primero mis padres, luego mis amigos, luego mi pareja, mis compañeros de trabajo… Cierto que tengo preocupaciones, y momentos de agobio y desesperación, claro que veo las imperfecciones del mundo en que vivimos, y sus riesgos, y que no me satisfacen, pero en líneas generales soy feliz, lo reconozco, porque creo que en alguna escala puedo cambiarlo (empezando por mí, por mi familia, por mi trabajo, por mis amigos…). Y creo que mis hijos han heredado también eso.
Me genera curiosidad esa insatisfacción de tantos de vosotros, porque no creo que sea una simple cuestión de acentos, del momento de nuestra vida (feliz o insatisfecho) al que consideremos más característico. Creo que no es culpa vuestra estar insatisfechos (como parecen pretender algunos Mr & Mrs Wonderful) como yo no soy lerda o inconsciente (ambas cosas se me han dicho) por ser feliz.
Que cada uno sea como sea, mientras sea él mismo. Que la vida es muy corta para dedicarse a vivir de mentira. Un beso.
Raquel USA
A mi abuela, con 35 años, ya se le había muerto su primer hijo, todos sus hermanos, 8, y mi abuelo estaba muy enfermo, la guerra… ay la guerra, ella vivió hasta los 89 y viuda desde muy joven, criando sola y pasando mil trabajos y os prometo que la felicidad que transmitía era apabullante. La manera que tenía de apreciar las cosas era inmensa. Creo que somos una pandilla de “malcriados y desagradecidos” que hemos perdido la perspectiva y el propósito. No tenemos derecho a quejarnos. La vida nuestros abuelos nos tendrían que haber tocado. Siempre que me siento insatisfecha pienso en ella y me hace sonreír, me hace ser feliz y me hace ser consciente de lo idiotas que somos a veces. Y saco pecho y puedo con todo, o no puedo y me fastidio, navego y eso es lo que transmito a mis hijos, vivir con la dignidad y el honor de lo que somos y de donde venimos. Un abrazo Adrián desde la America de Trump. Ahí es na!