Cine y (m)paternidad: ‘El castillo de cristal’

Si uno se asomase a El castillo de Cristal sin saber nada sobre esta película indie que de vez en cuando, por su estética, nos recuerda a Pequeña Miss Sunshine, y otras veces, por su temática, aunque salvando las distancias, a Captain Fantastic, pensaría que la historia ha salido de la imaginación febril de un guionista. Pero no, está basada en hechos reales, concretamente en la vida de la periodista y escritora norteamericana Jeannette Walls, cuyas memorias son el punto de partida del film dirigido por Destin Cretton.

A la Jeannette Walls ya adulta que busca su sitio en el mundo, una estabilidad, un hogar a cualquier precio, incluso al de sus principios, a cuyo calor poder acudir tras una infancia turbulenta, nómada, sin hogar fijo, da vida Brie Larson. Y a sus padres, cabezas de una familia desestructurada, los excepcionales Naomi Watts y Woody Harrelson (cuánto bien ha hecho True detective al cine). Ella una excéntrica madre que prioriza su trabajo como pintora-artista a sus hijos, sometida en cierto modo a los arranques de ira y de genialidad de él, alcohólico, ángel y demonio al mismo tiempo, capaz de conquistarte con una frase genial y llena de ternura, para someter un instante después a su hija a una cuanto menos discutible “clase de natación” en una escena durísima y que te remueve en el sofá.

En mitad de esa dicotomía, de esos padres atípicos, tan pronto entrañables como patéticos y odiosos un segundo después, que han decidido hacerle un pulso a las convenciones, al capitalismo y a la vida en la ciudad (“Los ricos de la ciudad viven en pisos bonitos, pero hay tanta contaminación que no pueden ver las estrellas. Habría que estar locos para querer cambiarse por ellos”) para vivir como nómadas, siempre huyendo, crecen cuatro hermanos que desde muy pequeños tienen claro su objetivo: huir. Quizás porque desde bien pronto se dan cuenta de que su estilo de vida solo es una aventura en la imaginación de su progenitor; y de que el castillo de cristal que su padre sueña con construir, el que sería su hogar, no es más que un delirio, una utopía, unos dibujos y unos planos trazados entre borrachera y borrachera para aferrarse a una infancia y una felicidad robadas.

Filmada a modo de road movie, los continuos saltos temporales nos permiten conocer el drama que atormenta al padre de Jeannette Walls, un genio que ahoga en alcohol los recuerdos de su oscura infancia (otra escena dura, que remueve, la de la abuela con el nieto, que en cierto modo lo explica todo), inundando, posiblemente sin quererlo y sin saberlo, la de sus hijos; disfrutar de una actriz prodigiosa, Ella Anderson (Jeannette Walls niña), que a sus 12 años se come la pantalla en cada una de sus escenas junto a Woody Harrelson, llenas de diálogos memorables entre un padre y su hija predilecta que bien valen el precio de una entrada; y sentir de la mano de los protagonistas el sentimiento de amor-odio de unos hijos hacia sus padres, la vergüenza ajena, la complejidad de las relaciones paterno-filiales, pero también el reconocimiento, el perdón y la reconciliación con un pasado familiar que nunca es blanco o negro, sino que siempre está lleno de matices.

 

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