
#8M: Miedo
Tendría 17 años cuando fui por primera vez consciente, y en primera persona, de la fragilidad de la mujer en un mundo en el que los hombres las acosan, se propasan y las creen suyas y a su disposición.
Tendría 17 años cuando fui por primera vez consciente, y en primera persona, de la fragilidad de la mujer en un mundo en el que los hombres las acosan, se propasan y las creen suyas y a su disposición.
Recuerdo el primer gimnasio al que fui en mi pueblo. Un gimnasio que años antes, curiosamente, había sido la guardería de mi hermana. Así se iban transformando las ciudades entonces. Aún quedaban detalles infantiles en la decoración de las paredes. También en los chicos y chicas que íbamos a él en plena efervescencia adolescente.
Difífil, en vez de difícil, decía Mara hasta hace apenas unas semanas. No la corregíamos. Todo lo contrario. Nos regodeábamos en ese error de pronunciación que era pura ternura cada vez que salía por su boca. Es una de las últimas palabras que le quedaban por perfeccionar.
Sentido del yo, socialización y autonomía. Ese combo inasumible para su cerebro todavía en formación ha convertido a nuestro hijo desde noviembre en una especie de doctor Jekyll y Mr. Hyde. Los terribles dos años.
Últimamente he escuchado en bucle la canción ‘Pequeña gran revolución’ de Izal. Soy capaz de hacer un videoclip mental con imágenes de Mara mientras tarareo su letra. Toda me remite a ella.
Ser mayor es un aburrimiento. Cuando somos mayores nos preocupamos tanto de buscar el truco que nos perdemos la magia. A 2019 le pido ser más veces más niño. Y menos aburrido.
Me fascina la pasión de Leo por los trenes, pero sobre todo me fascina su ausencia de prisa, su paciencia para esperar sin rechistar, sin mueca alguna de aburrimiento, los 10 minutos de vacío entre cada paso de tren. Por eso, sospecho, el tiempo da la sensación de ser tan largo cuando somos pequeños.