Bicicletas

Me regalaron mi primera bici cuando tenía 8 años. Para la comunión, que tomé en la Iglesia de mi barrio, vestido de marinero y sabiéndome únicamente el Padre Nuestro. Para el resto de rezos tiraba de playback, moviendo la boca sin que por ella saliese sonido alguno. Ese ha sido todo mi compromiso vital con la Iglesia católica. Recuerdo que por aquella época en catequesis “nos obligaban” a ir a misa de domingo. La maquinaria de la cantera de fieles a pleno rendimiento. Uno de aquellos domingos el cura me expulsó de la homilía porque me pilló comiendo chucherías. Tenía la boca tan llena de dentaduras de gominola que no pude negar siquiera la acusación. Para sobrellevar el aburrimiento, la obligación de estar en misa en vez de en el parque jugando al fútbol, que era lo que realmente me apetecía, intentaba ver la misa como una sesión de cine. Ese día, las miradas censuradoras de las mujeres más fieles acompañándome en mi salida de la Iglesia, comprendí que aquello no estaba bien visto. Supongo que ser hijo de un ateo practicante no benefició en ningún caso mi apego a la Iglesia. Mi padre era como el de la escritora argentina Claudia Piñeiro, un comunista en calzoncillos. Imagino que perder a tu padre cuando tienes dos años y a tu madre cuando tienes 18 y estás en la mili no invita a creer en nada. Mucho menos en Dios.

Una BH azul y blanca me regalaron. La comunión, para mí, eran regalos, que en mi pueblo se exponían junto al traje el día de antes de la ceremonia en el salón de casa. Como quien expone una colección de arte. Los padres preparaban una picaeta, colocaban los regalos con esmero de escaparatistas y los familiares, amigos y vecinos iban desfilando durante el día por el salón, comentando los regalos y dando buena cuenta de la comida y la bebida. No sé si esto solo pasaba en Silla, mi pueblo, o si es una costumbre generalizada en la zona sur de Valencia. Sea como sea, y visto con perspectiva, me produce tanta ternura como vergüenza ajena ese acto de exhibición pública de regalos que se repetía cada mes mayo en todas las casas del pueblo con hijos en edad de tomar la comunión. Hace mucho que no tengo a familiares en esas franjas de edad, pero apuesto a que se sigue haciendo. Hay ritos y costumbres que solo mueren cuando mueren los pueblos.

Me costó una vida aprender a montar en bici. Siempre he sido de una torpeza asombrosa para determinadas actividades. Mi padre no creía en Dios, pero tuvo más paciencia que un santo conmigo. Hubo un tiempo en el que con mis amigos nos dio por ir a jugar al fútbol al patio de nuestro colegio, pero en horario no escolar. Para acceder a la pista de fútbol sala del cole había que saltar la valla. Mis amigos lo hacían sin problema. Yo me veía incapaz. Mi padre estuvo toda una mañana de sábado conmigo enseñándome los rudimentos del salto de valla y, a su modo, una ilegalidad, aunque la policía jamás vino a pedirnos explicaciones por nuestras pachangas fuera de hora.

Con la BH azul y blanca me pasó lo mismo que con la valla del colegio, aunque a decir verdad me llevó muchas más mañanas junto a mi padre dominarla. Me llevaba mi padre a las eras que hay situadas a las afueras del pueblo. Y allí, sin sombra alguna bajo la que resguardarse, intentaba una y otra vez sin desfallecer que su hijo mantuviese el equilibrio sobre las dos ruedas. Cuando ya parecía que lo había conseguido, me invitó a salir a la carretera. 20 metros, no más, que separaban la era del coche. En ese corto trayecto apareció un coche, me puse nervioso al notar cómo se acercaba por mi espalda, perdí el equilibrio y acabé con la bici en una acequia llena de agua, empapado y moralmente hundido. No recuerdo cuál fue la reacción de mi padre ante mi ridículo accidente, pero esa ausencia de recuerdo me hace pensar que fue más calmada de a lo que la situación seguramente invitaba.

No se rindió mi padre, no cejó en su empeño, y al final consiguió que sacase partido a la BH, aunque nunca haya sido un dechado de estilo y agilidad sobre la bicicleta. De hecho, años más tarde, en una de esas tardes en que acompañaba a mi padre a recorrer los alrededores de Silla, el corriendo y yo en bicicleta (8 kilómetros en 32 minutos), me dio por poner a prueba mis límites y solté ambas manos del manillar. El resultado estaba claro de antemano: iba a caerme. Pero la mala suerte, o mi inconsciente, provocaron que la caída fuese justo por un precipicio que desembocaba en una acequia, esta vez completamente seca. Me hice una brecha en la barbilla en la que me tuvieron que ponerme dos puntos de sutura. La cicatriz aún es visible a poco que uno se fije. Aquella tarde mi padre bajó de los 32 minutos.

Me acuerdo de estas y otras historias cuando veo a mis hijos montar en bici. Mara, que desde los cuatro años va sin ruedines y ya se pone de pie sobre los pedales para subir las cuestas, como si alguien le hubiese puesto vídeos de Marco Pantani. Y Leo, que sobre su bici sin pedales busca siempre las rutas más difíciles, como un piloto de cross, y muestra un dominio y un equilibrio que me dejan asombrado.

Por suerte para ellos no han heredado la torpeza de su padre.

 

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